martes, 29 de marzo de 2011

VII. Cocinar, Orar, Amar-me

Pasé semanas después de  terapia pensando muchas de las cosas que habían sucedido y el porqué habían sucedido. Seguía doliendo, ¡Claro que sí! Me acababan de romper el corazón y había perdido a alguien importantísimo. Pero no me di cuenta que también era hora de reencontrarme.

Por aquellos entonces no sé cómo es que tomé decisiones chiquitas que hoy me doy cuenta fueron de gran trascendencia. Decidí darme todo el tiempo de mundo: a mi. A nadie más que a mi.      

Compré un libro, de esos que son Best Sellers para viejas, de literatura fácil... Cómo ya había visto la película se me hizo fácil comprarlo y además yo tenía meses en una depresión tan grave que no podía leer ni la TVNotas. Lo compré con mucho miedo a no poder leer, pero estaba decidida a retomar mi vida. "En sus zapatos" que además es una película interpretada por Toni Collete y Cameron Díaz. Lo terminé de corridito¡Qué felicidad! Cualquier intelectual de izquierda va a decir que eso es una mamarrachada porque además el libro carece de cualquier planteamiento profundo, pero a mi me vale madres. Me encantó el hecho de darme cuenta que podía volver a leer como hacía mucho más de un año no lo hacía.

De repente volteé a ver alrededor mío. ¡Carajo! Si en el trabajo había gente bien chida, de mi edad... ¿Cómo no me había dado cuenta? Ah, es que estaba enamorada y mis ratos libres habían estado dedicados a mi novio y a mis ensoñaciones del amor (*risas grabadas*). Y entonces me invitaron a una fiesta. Y me divertí. Tuve uno que otro problema con eso porque yo era la jefa y ellos mis subordinados, pero asumí que lo que hiciera fuera del trabajo era muy mi problema. Alguna vez llegué peda al trabajo (sí, ya sé, lo más irresponsable, pero lo bailado ya nadie te lo quita). ¡Qué bien la pasaba! ¡Me volví a sentir joven! (ya sé que lo soy, pero había tomado actitud de vieja). Salía de mi casa los sábados temprano al trabajo con la total y feliz incertidumbre de no saber qué pasaría ese fin de semana o cuando regresaría a casa. Disfrutaba muchísmo el hecho de saber que mi única responsabilidad era divertirme.

Por aquellos días Cristina, una amiga de Twitter, posteaba sobre un libro y me picó la curiosidad. ¿El libro? Comer, Rezar, Amar. Algo me decía que yo tenía que comprarlo. Lo busqué incansablemente hasta que lo conseguí. No, no es otro libro de planteamientos profundos, pero me cayó cómo anillo al dedo (de esas cosas que caen en tus manos por alguna razón u otra). Basado en una historia real, el libro habla de una mujer sumida en un matrimonio infeliz; de repente se halló a sí misma envuelta en una dinámica aburrida, que ya no la hacía feliz. El día que se tira en el baño a llorar y sólo pensando en morirse es que decide divirciarse. Después cae envuelta en un divorcio desgastante y lleno de odios y entonces conoce a un wey del que se enamora (yo utilizaría el termino "obnubilar") y con quien tiene sexo maravilloso. Si usted no ha notado la similitud con la historia, yo sí la noté con la mía. Había pasajes del libro dónde de repente decía "yo pude haber escrito esta frase". Resulta que la monita entonces se da cuenta de que llevaba toda su vida desde que fuera una adolescente pasándola al lado de un hombre. Y de repente quería dedicarse tiempo para sí. Decide tomar un viaje de un año: Italia, India, Indonesia (ya podrá usted imaginarse las ideas gringas fumadas del I -yo- y de que la protagonista no se dio cuenta sino hasta después de tremenda coincidencia mamarracha que aún así a mi me dio muchas sonrisas. "Qué cagado", pensé).

En Italia se dedica a practicar su francés y a tragar como los dioses. Algo hizo click en mi cabeza y una día leí una receta del pan de pita (soy fan de eso y los kebabs) y entonces cómo se veía fácil lo hice... El proceso ese de amasar por horas me ponía bien reflexiva y luego dejar inflar la masa y hacer las porciones y meter al horno... Quedé impresionada cuando vi por primera vez mi pan de pita. Estaba medio crudito y medio feíto, pero yo fui la más feliz cuando vi su textura, cuando lo probé, cuando miré en su interior y lo vi lleno de burbujitas y sólo pude pensar  "¡WOW, esto lo hice yo!" Mientras la del libro tragaba y engordaba, yo cocinaba. Redescubrí esa parte de mí que tenía por completo olvidada y que tanto amaba: cocinar. Cocinar es uno de los actos más sublimes y desinteresados que pueden existir y que a la vez te hace algo narcisista. Yo amo cocinar para la gente, que me digan lo rico que quedó. Amo el proceso ese de estar en la cocina por horas (aunque terminé con dolor de espalda) ponerme musiquita y cantar y bailar y disfrutar. Amo meter los dedos en la comida, sentir las texturas, experimentar (una de mis partes favoritas), no tener miedo a pasarme de sal o lo que sea. Amo aprender recetas, conocer las de mi abuela e inventarme las propias. ¿Ya se dio cuenta cuántas veces usé la palabra "amor"? Yo también.

A la vez que redescubría mi amor por la cocina tomé la firme decisión de comer bien. Pensé que llevaba una vida de malos hábitos y que por fin tenía la hermosa oportunidad de cambiarla. Siempre uno vive con la idea de que al comer balanceadamente se va a quedar uno con hambre. Y me quité esa idea de la cabeza. Todos los días me ponía el firme propósito de crear una ensalada balanceada nueva. Qué bonito. Mezclaba frutas, verduras, granos y proteínas sin prejuicio alguno (por aquello del "eso no sabe bien con aquello"), me inventaba mis propios aderezos, le echaba aceite de oliva o queso o nueces o almendras o pistaches o amaranto o...  Todos los días mi festival de colores. Al principio hacía un tupper enorme (por aquello del "me voy a quedar con hambre") y con las semanas descubrí que no necesitaba comer tanto para sentirme satisfecha. Todos los días se me presentaban como un reto creativo de texturas, colores, olores, sabores... Y todos los días iba al trabajo con mi libro y mi tupper bajo el brazo. Nunca antes me había tomado mi hora de comer a conciencia. Hasta ahora. Mi hora de comer fue sagrada en las 3 semanas que me tomó terminar el libro. Yo no me daba cuenta, pero ya meditaba. Leía algo en el libro que me dejaba pensando, lo cerraba y pensaba mientras masticaba pacientemente mis frutas y verduras.

Cuando la protagonista del libro va a India y empieza a hacer yoga me acordé de esas clases que tomé en la universidad. Por aquellos ayeres era cuando más enferma y deprimida estaba y además odiaba el olor a patas de mis compañeros y darme cuenta de que yo estaba gorda lo más y que carecía de flexibilidad alguna. Además, me abrumaba la idea de que a veces y de la nada, me concentraba en las poses cagantitas esas y soltaba el llanto. Me acordaba de mi mamá o demás traumitas de toda la vida. Y dejé el yoga para siempre. Pero entonces cuando Elizabeth (la autora y protagonista) se va al centro yogui en la India y se le presenta como un reto eso de la meditación de a de veras me di cuenta que así era yo. Algo incapaz de concentrarme en lo realmente importante... Y volví a hacer yoga. Al principio con dificultades, pero me agarré el mejor y más iluminado cuarto de la casa (ese dónde muriera mi abuelo) y me propusé (cada vez con más ahínco) lograr las poses que me costaban trabajo. Por ejemplo, no podía ni tocarme las puntas de los dedos de los pies, ríase por favor, yo río mucho...

No puedo explicarlo, pero la sensación de ir al trabajo con los músculos relajados y con endorfinas en la sangre era irreal. De repente dejé de tocar la playlist titulada "chilladera" en el Ipod e iba por la calle llena de canciones lindas.

Volví a escribir. Ya era capaz de hacerlo. Al principio escribí y describí sobre dejar ir a mi abuelo (ya ni sé cuántos posts fueron) y poco a poco empecé a escribir de mi bienestar. Acá, me toca mencionar a Dany, un hombre que conocía de toda la vida, por ser vecino de casa de mis abuelos, pero que no se hizo mi amigo sino hasta que nos empezamos a leer en Twitter. Es un hombre inteligentísimo y decidió en 2010 ir a vivir a Bilbao en medio de un sueño de toda la vida. A mi eso me pareció lo más valiente porque se iba dejándolo todo y a la aventura nomás. Me toca agadecerle a él, porque cuando me di cuenta me hallaba escribiendole largos mails de descarga emocional y de la nada, mails de completo bienestar. Then it hit me. Me di cuenta que estaba entrando en una carrera vertiginosa de paz.

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