martes, 29 de marzo de 2011

IV. EL Duelo

Yo tenía muchos duelos qué vivir. Y no había vivido ni uno. Los tenía guardados todos. Y cuando regresé a casa fue que entonces pude vivir el duelo más importante de mi vida a plenitud.

   Vivir los duelos no está mal. A veces nos gusta hacernos los fuertes, guardarnos las lágrimas, creer que somos todo menos vulnerables. Llorar no está mal. Dejar ir tampoco. Pero nunca nos enseñan a dejar ir ni a llorar ni a sufrir en plenitud.

   Regresé a Tula en Febrero. 

   Los primeros dos meses de mi regreso a Tula fueron los más difíciles. Es muy difícil ver cómo alguien que amas tanto va poco a poco apagándose. Mi abuelo pasó de un fuerte roble a una calaquita. Así... en cuestión de semanas.

  Al principio yo creí que sería relativamente fácil. Festejamos su último cumpleaños un 4 de febrero. Sonrió mucho lleno de amor y rodeado de gente. Aún caminaba y respiraba solo, aunque poco a poco perdía el habla. Bajaba a desayunar, se sentaba en la sala, hablaba... Y entonces pasaron los días y poco a poco dejó de hacerlo. Al principio creí que se salvaría e investigamos terapias alternativas (ya que por su edad la quimioterapia no era una opción), pero poco a poco nos dimos por vencidos. Aunque en esas primeras semanas me costó mucho trabajo creerlo.

  En algún punto en el que ya estaba muy mal le preguntó a la enfermera si a esas alturas no podía tomar la quimio para salvarse. Qué manera de guardar la esperanza y qué manera de partirme el corazón.

   Su último mes se la pasó en su cuarto (éste desde donde ahora escribo), sentado en un horrible sillón verde que estaba a punto de causarle llagas y que lo cansaba muchísimo. Ya no podía acostarse porque el tumor en su pecho no lo dejaba respirar.  Solamente podía estar sentado. A ratitos se levantaba ayudado por una andadera y caminaba pequeños y lentos pasitos. A veces hasta iba al baño, pero con el paso del tiempo dejó de hacer las cosas solito. Vivía ya con el oxígeno en la nariz todo el tiempo. Sentado en el mismo sillón, viendo hacia la misma ventana, pensando las mismas cosas todo el día, todos los días. Pensar en la clase de vida que llevaba él no hacía más que llenarme de un profundo dolor en el corazón. Es el hombre que más he amado en la vida y se me moría allí, frente a mis ojos.

   Yo fui la designada a estar con él en las noches debido al insomnio. Decidimos darle pastillas para dormir para que pudiera descansar mejor. Casualmente sólo lo apendejó más. Era el mejor enfermito, no daba lata nunca. Dos veces a lo largo de toda su enfermedad tomó Ketorolaco a pesar de que siempre estuvimos preparados con medicamentos más fuertes.  Sin embargo, a medida que el cáncer avanzaba él empezó a decir incoherencias; soñaba cosas o veía cosas que nosotras (mi tía, mis hermanas y yo) no podíamos ver. Algunas veces se despertaba entre gritos pidiéndome que lo matara. "Pero abuelo, ¿Cómo me pides esas cosas?". A mi me partía el alma verlo así, cada vez peor y fue que entonces que hablé con Jon Mikel. Jon fue tajante: "Tiene que entender que debe irse con dignidad".

   Quisiera decir que pasaba las 24 horas con él, pero estaría mintiendo. Ni yo, ni las otras mujeres en la casa que lo amabamos tanto podíamos hacer tal cosa. A veces no éramos capaces, era demasiado doloroso. Nos turnábamos los ratos a su lado. ¿Sabes qué es insoportable? Ver sufrir a alguien que amas tanto y saber que no hay nada que puedas hacer para remediarlo. Quiero creer que las palabras ayudaban, que los "te amo" lo hacían sentir un poco mejor, que los masajes en las manos y en los pies llenos de líquido que salía de sus inundados pulmones aminoraban un poco sus molestias, que la falta de quejas era porque en verdad no sentía dolor. Quiero creer esto porque le da algo de paz a mi alma.

   Mi viejito aún encontraba tiempo de hacer bromas. Mientras él estaba en su sillón verde yo me acostaba en su cama a cuidarlo, a verlo, a llorarle. Decía que me quería correr de su cama y que yo invadía su espacio. Una noche no regresé y entonces creyó que me había enojado con él "era de a chaques" dijo entonces, porque sólo quería hacerme enojar.

   Nunca se quejó, estoico cómo siempre lo fue hasta el final.

   Hubo días en los que creí que yo sí me rompería del dolor, que me tiraría a llorar en medio de la calle con la primera persona que se me cruzara enfrente.

   Apareció alguien que por esos días aminoró un poco mi carga y que me hizo sentir completamente enamorada. Fue fácil por el estado anímico en el que yo estaba. Jesús se llamaba el muchacho.

  Al final, ese último mes de tu vida, abuelo, yo sólo podía pensar y desear que te murieras. No toleraba verte sufrir. Sólo quería que te murieras, tranquilo... Porque era lo mínimo que un hombre cómo tú se merecía. Hoy que me siento a pensarlo más tranquila, sé que sufriste muy poco. Jesús no cesaba de repetirme cómo su abuelo había pasado años con cáncer, que tú llevabas apenas unos meses... Pero yo te encontraba tan fuerte y a la vez tan mal.

   Una vez, quizás un mes antes de que murieras dejaste de respirar. De repente tu cabeza perdió fuerza y no te escuchamos más. Nos quedamos anonadadas. Y entonces reaccionamos... mi tía te levantó la cabeza instintivamente y como por arte de magia volviste a respirar.

   La casa se sentía tan pesada. Cómo esas tardes en que puedes ver el polvo revolviéndose lentamente en el aire. Así eran los días. Pesados, lentos, silenciosos, oscuros. Tú soñabas cosas, veías sombras, querías morirte. Y nosotras queríamos que te murieras. Esa vez, cuando dejaste de respirar mi tía nos preguntó si no hubiera sido mejor dejarte así... Pero simplemente no pasó.

   Meses de tanto insomnio, de tanto dolor. Y lloré tan poco. Nuestra única manera de sacar tanto estrés se resumió en dos grandes borracheras. Estábamos tan enojadas. Destrozamos todos los figurines de mi abuela. Tú te hubieras reído tanto y a la vez nos hubieras regañado. Rara combinación... pero así eras tú.
   Esas últimas semanas aún preguntaste si no era viable la quimioterapia. No sé si era miedo a la muerte o ganas de vivir, pero de cualquier manera nos rompió el corazón. ¿Cómo dejarte ir, si tú no querías irte?
   Dicen los que la vieron que tú mamá andaba allí. A mi no me consta. Pero tú la soñaste entre nubes... tú estabas en una y ella en otra. Te hacía señas para que brincaras y tú no quisiste porque volteabas hacia abajo y se veía muy alto. Te entiendo, a mi también me dan miedo las alturas. Te dijimos entonces, que hubieras brincado... Pero tenías tus muy profundas razones para no hacerlo. Esperaste sigilosamente a semana santa, esperaste a que hubiera dinero para el funeral. Precavido hasta el final, ¡Carajo!

   Moriste un domingo 25 de abril, por allí de las cuatro de la tarde. Yo tuve tiempo de cuidarte el sábado. Tuve tiempo de pelarte una naranja, te acercaste a la ventana (¡Aún caminaste!), tragaste con tantísimas dificultades. Recuerdo que no fui valiente... no podía tolerar esa visión de muerte. Te sangraba tanto la nariz, imaginé el dolor y te ofrecí crema de cacao. La colocaste con tus dedos hinchadísimos en los poros de tu nariz. Me partí, abuelo. Discúlpame. Te volví a decir que te amaba. Y me fui a refugiar al cuarto de al lado porque no toleraba verte así, pero quiero aclararte que te escuchaba, que te cuidaba a mi manera. Estuviste allí unas horas. Ya no podías hablar en esas últimas semanas. Mi papá vino en la tarde, te cargó hacia la regadera y te bañó. Pero ya no eras tú, abuelo. Lo sé porque te vi. Ya te estabas yendo. Recuerdo los huesos de tus hombros, tu cuerpecito que se deshacía, el masaje en tus pies hinchados de tanta agua. ¿Dormiste? No lo recuerdo... seguramente no. Ya no dormías. Delirabas.

   El domingo se sintió aún más pesado en la casa. Mi abuela daba tanta lata, de todo se quejaba, te gritaba cómo loca para que la defendieras... ¿Defenderla de qué? ¿De nosotras? Las eternas ganas de llamar la atención que se acentúan con los años. Ese día, abuelo, logró sacarme de mis casillas, cómo nunca antes. Yo no tenía energías de tolerarla. Pero no había comido y había que alimentarla. Escuché a mi tía a tu lado, leyéndote y fui a la cocina a hacerle de comer a Albert. Me hizo un berrinche, de esos épicos que sólo a ella le gusta hacer, de esos que tú jamás habrías hecho. Tuve que salir de la cocina. Estaba en la sala, cuando escuché desde el 2do piso un "Dana, ven". Me pareció intrascendente, pero había algo en su tono que me hizo reaccionar. Subí las escaleras, parsimoniosa. Vi a mi tía parada en el umbral de la puerta.

-No te alteres, por favor...
-¿Q... Qué?
-Ya pasó.
-¿Ya pasó qué?
-Ya se fue. Por fin.

Quise correr a tu lado y ella me detuvo. La miré y sólo pudimos abrazarnos y llorar. Entonces caminamos hacia ti. Nos sentamos en la cama, justo frente a tu sillón verde. Tenías los ojos cerrados y la boca abierta. Una mezcla sanguinolenta salía por tu nariz. Te toqué tu frentecita, te besé tus ojitos (verdes, siempre verdes), te acaricié los cachetes, no cesé de repetirte cuánto te amé, cuánto te amo... me acomodé en la cama a mirarte, a llorarte, a extrañarte, a pensar en la vida sin ti. Le marqué a mi papá que lloró al telefono. Dayra no contestó, ni Dariana. Volví a tu lado... y entonces una sola lágrima salió de tu ojo izquierdo. Nos volteamos a ver sorprendidas. No podía ser. Y lloramos más. Y entonces te dije que te fueras tranquilo, que todo iba a estar bien, que no te preocuparas por nosotras, que te íbamos a extrañar, pero que estaríamos bien. Y te fuiste.

   Recuerdo cuando Dayra llegó y la manera en que te lloraba y cuánto le pesaba no haber estado cuando te fuiste. Te abrazó, te besó, tanto cómo lo hiciéramos antes nosotras. Te llevaron al velatorio. Te veías guapísimo, ¿Sabes? Odié que no te peinaran con el pelito de lado, cómo tu te peinabas, pero aún así te veías guapísimo, llevabas un traje gris. Estabas igualito al día de tu boda. Dejamos que los morbosos te vieran y se despidieran. Hubo miradas reprobatorias cuando se supo que serías incinerado (no enterrado). Ya sabes cómo es esta gente chismosa y metiche del pueblo, tú lo odiabas tanto cómo nosotras.

   Esa noche, cuando regresamos a la casa, por allí de las 3 am escuchamos a unos pajaritos cantar. Nunca antes habían cantado esos pajarillos y mucho menos a esa hora. Seguro había fiesta en esa dimensión en la que ahora estás.

  Tu misa de cuerpo presente fue un show. Qué enojadas estábamos. ¿La protagonista? Mi abuela. Tú eras meramente circunstancial. Y eso fue muy molesto, porque fuiste de los mejores hombres que jamás hubiera visto este pueblo. Prácticamente fundaste este pueblo. Y mira, una despedida tan nimia. Estuvimos a punto de tomar tu caja y llevarte a casa, a despedirte cómo se debe. Pero nada de eso... a ti te molestaban los espectáculos también.

   Sólo una vez te he soñado. Te metías por la ventana de ese cuarto dónde moriste y dónde yo dormí tantos meses. Te metiste para espantarme y de una manera muy sutil decirme que quitara la escalera que irresponsablemente puse allí. Canijo viejo... me cuidas hasta entre sueños.

   ¿Te acuerdas de tu promesa? Te lo dije muy bien, si has de venir, ven de blanco, como angelito. Indícame cuando lo encuentre. You know who.

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