martes, 29 de marzo de 2011

VI. La enojadera

Fue tan difícil convencerme de ir a terapia. Para una mujer como yo eso era como un signo de debilidad, era aceptarme vulnerable, era aceptar que yo no podía sola. Imagine cuán grande era mi dolor que no encontré ninguna otra solución. Como cuando te sientes tan mal del dolor de garganta y aceptas la inyección a pesar de que las odies. Pues así conmigo. Yo sentí esa noche que me iba a morir del dolor en el corazón y no había canciones, ni medicinas, ni amigos, ni consejos, ni mentadas de madre que aminoraran mi dolor.

Entonces pensé que al ir a terapia sacaría todos mis llantos reprimidos y podría continuar con mi vida. Craso error.

No lloré. Salí lo más emputada.

Salieron a relucir todas mis relaciones pasadas. Y resulta que la terapeuta me acorraló a un punto tal donde... ni pedo, yo había sido básicamente la loca, pendeja, hija de su re chingada madre. Bueno, no lo dijo con esas palabras, pero así me hizo sentir. Salí del consultorio mentando madres. Y me prometí no regresar jamás con esa vieja pendeja.

   Y pasaron los días y... sí. La pendeja, estúpida, loca, hija de su rechingada madre era yo. ¿La terapeuta que culpa tenía de mis relaciones fallidas y mi incapacidad para ver cómo estaban las cosas? ¿Qué culpa tenía la terapeuta de mis decisiones erróneas?

   Y empecé (¡por fin!) después de muchos años de estar enojada un proceso de desenojamiento y amor propio. Tortuoso, también, pero muy chingón. Y agárrense, porque acá empieza la parte bonita de esta historia.

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